Cecíla Borràs: Doctora en Psicología por la UB, docente en diferentes instituciones y presidenta fundadora de la Asociación Después del Suicidio - Asociación de Supervivientes (DSAS).
Recuerda que puedes descargar tu ejemplar digital del Observatorio tanto en catalan como en castellano.
Descarga el Observatorio 2020 (CAT/CAST)
La muerte se ha convertido en noticia diaria debido a la pandemia de la COVID-19. Los datos nos acercan diariamente a una gravedad de escala mundial: una infección vírica que puede provocar la muerte, necesita de indiscutibles medidas de prevención para evitar los contagios y así fallecimientos.
Las estadísticas sobre el suicido nos muestran la realidad de un hecho social pero no la explican. Nos dan a conocer la magnitud de un importante problema de salud, prácticamente un millón de muertes al año en el mundo, más de 3.500 en España, algo más de 500 en Cataluña. Estas cifras ahondan la soledad del dolor de los que hemos vivido una muerte por suicidio, los supervivientes: “¿y no se hace nada?”, “la televisión, los medios… no lo dicen...”, nos dicen cuando en estado de shock acuden a nuestra entidad.
Aportar solo datos a los medios de comunicación con el objeto de concienciar socialmente puede resultar difícil dada la complejidad de la conducta suicida. Sería empobrecer una realidad imposible de captar en su significado más profundo.
Las abrumadoras cifras sobre el suicidio pasan desapercibidas, posiblemente porque no van seguidas del anuncio de medidas de prevención necesarias para evitar estas muertes. De ahí la fugacidad del dato en la memoria colectiva, aunque se publiquen anualmente. Además, había un acuerdo tácito en los manuales de estilo de los medios de comunicación para no hablar sobre el suicidio, bajo el miedo al contagio, llamado Efecto Werther [1]. Este acuerdo se rompió en nuestro entorno el 26 de octubre del 2012, el Diario de Sevilla titulaba: “Un hombre se suicida horas antes de ser desahuciado”. A partir de entonces, surgieron más titulares en la misma línea dando a entender a la población la vinculación del suicidio con ruinas, perdidas de trabajo, desahucios... Titulares que establecían el suicido como un “simple” efecto causal, incluso presentando esta conducta equivocadamente como una “solución” a un problema de salud o situación personal.
"La història del suïcidi no és res més que una història de dolor, o millor dit, una història individual i social del dolor".
Ramón Andrés, Semper Dolens
La situación de crisis económica de entonces mostraba una cara amarga y dolorosa: personas, probablemente con cierta vulnerabilidad previa y ante la ausencia de recursos y soporte, eran la noticia. Las vidas de personas anónimas fallecidas por suicidios estaban fatalmente destinadas a ser noticias contadas por su trágico final.
La situación vivida por la pandemia de la COVID-19 extiende sus consecuencias a una situación llamada sindémica por la concurrencia de los factores sociales y personales que la propia epidemia tiene y tendrá en cada uno de nosotros.
No podemos obviar la alta vulnerabilidad emocional y el riesgo que puede conllevar a conductas suicidas. Cuantas más conductas suicidas haya, más probabilidades habrá que se sigan produciendo. Esto es porque todo comportamiento no solo necesita legitimación, sino que simultáneamente todo comportamiento crea legitimidad por el mero hecho de su existencia y repetición [2].
El suicidio no es nunca una solución, aunque sea percibido subjetivamente por quien en ocasiones había verbalizado: “No puedo más” o “Estaréis mejor sin mí”. Pensamientos que obedecen a una percepción subjetiva y distorsionada de la persona que se encuentra atrapada en su situación laberíntica en la búsqueda claudicada de soluciones o salidas en su malestar emocional.
Los supervivientes anhelamos haber tenido esa última oportunidad de haber hablado antes. En el fondo es el deseo de haber salvado a nuestra persona querida.
Ese malestar emocional nos conmociona profundamente entre los que nos quedamos, en un sentimiento frecuente y sostenido de culpabilidad: “No supe ayudarlo/la”, “No supe protegerlo/la”, “No he estado a la altura” o “No sabía o no había visto su sufrimiento”. Nos confunde y perturba a la vez la percepción de la persona fallecida por suicidio hacia nosotros mismos, cuestionándonos con su muerte nuestra capacidad de ayuda que le hubiésemos podido brindar.
A través del testimonio de personas que han estado en ese límite vital nos explican que existe una dificultad en la comunicación, cuando la persona se va alejando de aquello que le interesa, que le gusta y que le ata a la vida. Se va insidiosamente, sin sentirlo, de las relaciones con los otros y hasta de sus necesidades para vivir. Todo ello de forma casi imperceptible, en el día a día, vivido por los de su alrededor como un tiempo de tristeza y temporalidad. Sin embargo, la persona se aleja también de su capacidad de comunicación.
Existe miedo, por otro lado, a compartir los pensamientos de hacerse daño a sí mismo. Hablarlo, convertir los pensamientos en palabras de aquello que se imagina o piensa se convierte entonces en una plausible realidad, con el temor que no se le tome en serio, y que la persona sea juzgada por lo que dice, por lo que sabemos de ella o por lo que esperamos de ella.
Los supervivientes anhelamos haber tenido esa última oportunidad de haber hablado antes. En el fondo es el deseo de haber salvado a nuestra persona querida. Imaginamos en nuestro proceso de duelo como podría haber sido esa conversación y como todo podría haber sido diferente a partir de ella. Nuestro camino es buscar siempre algún escrito, alguna nota para comprender: “Inútilmente busco durante meses una carta que me hable de sus tristezas, un diario, alguna nota perdida, doblada en algún bolsillo, en la billetera. Mientras hurgo en sus cosas, me siento como una madre entrometida y me avergüenzo” [3].
Aquellos supervivientes que han tenido la “suerte” de tener esa nota (solo un 15% dejan una nota o mensaje) vivimos sentimientos encontrados, ambivalentes “si me dices que me quieres, ¿por qué lo has hecho?”. O bien puede estar escrita en un momento en que el pensamiento desordenado, sin compresión y en casos extremos es bizarro. Según Critchley, las notas son un intento de entablar una comunicación y son también un signo de que la persona no quiere morir sola, sino en compañía del destinatario de la nota [4].
Las notas de despedida han evolucionado como lo han hecho las formas de comunicación. En los últimos años, se ha utilizado en muchos casos un instrumento tecnológico, un teléfono sea por mensajería (SMS), actualmente por WhatsApp mediante mensajes escritos, de voz, vídeos e incluso a través emoticonos como sutil despedida. Existen ejemplos, principalmente entre jóvenes, del uso de las redes sociales como testimonio del último mensaje. El teléfono está presente en nuestras vidas como un medio de comunicación impensable tan solo hace 10 años.
Disponemos, por fin, en el S. XXI de un canal de comunicación, una línea de teléfono orientada, preparada y de fácil acceso para que las personas puedan hablar, compartir, sin el temor a ser juzgadas, capaces aún en ese estado de ambivalencia ante un camino sin retorno, busquen y deseen en el fondo ser salvadas.
Los supervivientes vemos la oportunidad en el Teléfono de Prevención del Suicidio que ofrece la Fundación Ajuda i Esperança, aquella oportunidad que nosotros no tuvimos o no nos dejaron tener. En EE.UU. se llama la “Línea de la Vida” (Life Line) donde el suicidio es la segunda causa principal de muerte entre los jóvenes de 10 a 24 años, un dato estremecedor que nos debe hacer reflexionar a todos como sociedad globalizada.
El suicidio entristece el pasado y cancela el futuro y depende de manera regular e inteligible de magnitudes que caracterizan el estado de una sociedad [5]. A diferencia de la situación vivida hace años, los medios deben abordar este tema para que la sociedad tome conciencia de su existencia y gravedad, ofreciendo información de las medidas de prevención activas, en un trabajo transversal hacia una sociedad madura que sin tabús puede decir: “si te encuentras en una situación difícil, llámanos. Hablar puede salvar vidas”.
En el S. XVIII Mozart en La Flauta Mágica nos enseñó cómo hablar salva una vida. Potenciemos entre todos ese Efecto Papageno [6].
[1] Se conoce como Efecto Werther el hecho de quitarse la vida porque alguien otro se la ha quitado. El nombre de este efecto procede de la obra de Goethe Las penas del joven Werther, donde el protagonista sufre tanto por amor que acaba quitándose la vida(N de la T).
[2] Cardús, S., & Estruch Gibert, J. (1988). Plegar de viure: Un estudi sobre els suïcidis. Edicions 62.
[3] Piedad Bonnett (2013). Lo que no tiene nombre. Ed. Alfaguara.
[4] Simon Critchley (2015) Apuntes sobre el suicidio. Ed. Apha Decay.
[5] Cristian Baudelot y Roger Establert (1984) Durkheim y el suicidio. Ed. Perfiles Claves.
[6] Se conoce como Efecto Papageno el hecho de confrontar una persona de conducta suicida con otras personas que pasaron por la misma situación, no llevaron a cabo el suicidio, y se salieron. El nombre de este efecto proviene de uno de los personajes principales de la ópera La Flauta Mágica, de Mozart, un hombre humilde que intentará suicidarse a lo largo de la obra y a quién tres duendes acaban convenciendo que no lo haga, y le enseñan otras alternativas y posibilidades (N de la T).
Web Design easy&WEB